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Despus que llegamos a la carretera de Soochow el paisaje cambió. Cerca del Yangts
habamos entrado en una zona de viejos campos de batalla. En todas partes los chinos
haban salido de sus escondites y esperaban mi llegada.
Estaban en los campos alrededor de las casas, moviendo las piernas en el agua que
rezumaban los arrozales. Me observaban desde los terraplenes de las zanjas para
tanques, desde los tmulos funerarios y desde las puertas de las casas arruinadas.
A mi lado, la nia dorma a intervalos en el asiento.
Sin ningn temor a avergonzarla, detuve el camión y me saqu las ropas andrajosas,
dejndome sólo una tosca venda en un brazo para cubrir una pequea herida. Desnudo,
me arrodill delante del vehculo, alzando los brazos hacia mi congregación reunida en los
campos circundantes, como un rey que recibe sus atributos en la ceremonia de
coronación.
Aunque todava era virgen, mostr mis genitales a los chinos que me miraban
tranquilamente desde los campos. Con esos genitales fecundara a los muertos.
Cada cincuenta metros, mientras iba hacia el lejano tanque de agua del campo de mis
padres, detena el camión y me arrodillaba desnudo ante su hirviente radiador. No se
vean seales de movimiento en el campo de prisioneros, y ahora yo ya saba lo que iba a
encontrar all.
La nia yaca inmóvil en mis brazos. Al arrodillarme en el centro de la carretera,
preguntndome si sera hora de ponerla con mis acompaantes, not que todava se le
movan los labios. Sin pensar, dando rienda suelta a lo que entonces vi como un impulso
insensato, me arranqu un pequeo pedazo de carne de la herida del brazo y se lo met
entre los labios.
Alimentndola de esa manera, camin con ella hacia el campo, que estaba a pocos
cientos de metros. La nia se agitaba en mis brazos. Al mirar hacia abajo vi que sus ojos
se haban abierto un poco. Aunque no poda verme, pareca darse cuenta de mis
movimientos al caminar.
En las puertas del campo de prisioneros, en los tejados de los bloques de dormitorios,
en las calzadas de los arrozales detrs de los alambres, haba gente en movimiento.
Sus figuras venan hacia m, avanzando metidas hasta la cintura entre la raqutica caa
de azcar. Asombrado, apret a la nia contra el pecho, sintiendo cómo morda mi carne.
Desnudo, a cien metros del camión, cont una docena, veinte, cincuenta internados,
algunos seguidos por nios.
Al fin, a travs de esa nia y de mi cuerpo los muertos cobraban vida, levantndose en
los campos y en las casas y viniendo a saludarme. Vi a mi padre y a mi madre en la
entrada del campo de prisioneros, y supe que les haba dado mi muerte trayndolos as a
este mundo. Indemnes, haban entrado en la comunidad de los vivos, y de los que viven
ms all de los muertos.
Ahora saba que la guerra haba terminado.
LA SONRISA
Ahora que una lógica de pesadilla ha llegado a su conclusión cuesta creer que, cuando
llev a Serena Cockayne a vivir conmigo a mi casa de Chelsea, mis amigos y yo lo
consideramos el ms inocente de los caprichos. Dos temas me han fascinado siempre - la
mujer y lo raro -, y Serena los combinaba a ambos, aunque no en un sentido vulgar o
perverso. Durante las prolongadas cenas que tanto nos entretuvieron el primer verano
que pasamos juntos, tres aos atrs, su presencia a mi lado, hermosa, callada y
eternamente tranquilizadora a su extraa manera, estuvo rodeada por toda clase de
complejas y encantadoras ironas.
Nadie que conociese a Serena dejaba de quedar fascinado.
Sentada tmidamente en su silla dorada junto a la puerta de la sala de estar, los
pliegues azules del vestido de brocado la abrazaban como un tierno y devoto ocano. A la
hora de la cena, ya sentados, mis invitados miraban con divertido y tolerante afecto cómo
llevaba yo a Serena y la pona en el otro extremo de la mesa. Su tenue sonrisa, la ms
delicada flor de aquella piel incomparable, presida nuestras ricas veladas con invariable
calma. Despus que se marchaban los ltimos invitados, presentando sus respetos a
Serena que los miraba desde la sala, la cabeza ladeada en esa pose tan caracterstica, la
llevaba con alegra a mi dormitorio.
Desde luego, Serena nunca participaba de nuestras conversaciones, y se era sin
duda un vital elemento de su encanto. Mis amigos y yo pertenecamos a esa generación
de hombres que al comienzo de la madurez se haba visto obligada, aunque sólo fuese
por necesidad sexual, a una aburrida aceptación del feminismo militante, y haba algo en
la pasiva belleza de Serena, en su inmaculado pero anticuado maquillaje, y ante todo en
su inquebrantable silencio que expresaba una profunda y grata deferencia hacia nuestra
herida masculinidad. En todos los sentidos, Serena era el tipo de mujer que inventan los
hombres.
Pero eso fue antes de que descubriese la verdadera naturaleza del temperamento de
Serena, y el papel ms ambiguo que desempeara en mi vida, del que ahora quiero
librarme con tanto anhelo.
Apropiadamente - aunque entonces se me escapó del todo la irona -, vi a Serena por
primera vez en el Fin del Mundo, en esa zona del lado bajo de King's Road ocupado
ahora por un grupo de edificios de departamentos pero que sólo tres aos atrs era
todava un enclave de tiendas de antigedades de segunda, boutiques andrajosas y
galeras del siglo diecinueve que pedan a gritos una reurbanización. Volviendo de la
oficina me detuve ante una pequea tienda de curiosidades que anunciaba oportunidades
por cierre, y escudri, a travs de la vidriera manchada de azufre, lo poco que quedaba
en exhibición. Casi todo se haba terminado, fuera de un montculo de rados paraguas
victorianos desplomados en un rincón como una bruja putrefacta y un viejo juego de patas
de elefante disecadas. Haba algo de conmovedor en esa docena de monolitos, todo lo
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