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El padre Lavigny me acompañó a dar una vuelta por las excavaciones y me
enseñó, diferenciándolos, lo que eran templos o palacios, y lo que eran ca-
sas particulares. Incluso me mostró un sitio que, según dijo, era un primitivo
cementerio de los acadios3. Hablaba de una forma bastante incoherente; se
refería someramente a un asunto y luego pasaba sin interrupción a tratar
de otros.
Me parece extraño que hayan contratado sus servicios, enfermera dijo
en una ocasión . ¿Es que la señora Leidner está realmente enferma?
No en el sentido literal de la palabra contesté.
Es una mujer rara comentó . Creo que es peligrosa.
¿Qué quiere decir? pregunté ; ¿peligrosa? ¿De qué forma?
Sacudió la cabeza, pensativo.
Creo que es cruel replicó . Sí, estoy seguro de que puede ser muy des-
piadada. Era curioso que un fraile dijera aquello. Supuse, desde luego, que
habría oído muchas cosas en confesión; pero este pensamiento aumentó
mi desconcierto, pues no estaba segura de si los frailes confesaban, o sólo
podían hacerlo los sacerdotes. Yo estaba convencida de que era fraile, pues
llevaba aquel hábito blanco, que, por cierto, recogía fácilmente la suciedad.
Y, además, llevaba un rosario colgando del cinturón.
Perdone aduje . Me parece que eso son bobadas.
El padre Lavigny negó con la cabeza.
Usted no conoce a las mujeres como yo añadió . Sí, puede ser despia-
dada continuó . Estoy completamente convencido de ello. Y no obstan-
te, a pesar de que es más dura que el mármol, está asustada. ¿Qué es lo que
le asusta? Eso es lo que todos quisiéramos saber , pensé.
Era posible que su propio marido lo supiera, pero nadie más.
El padre Lavigny me miró de pronto con sus ojos negros y brillantes.
3
N. del T.: Pueblo antiguo que habitó la parte meridional de Mesopotamia.
43
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Agatha Christie
¿Encuentra algo extraño aquí? ¿O le parece todo normal?
No lo encuentro normal del todo repliqué, después de considerar la
respuesta . No está mal, por lo que se refiere a la forma en que lo tienen
organizado... pero se nota una sensación de incomodidad.
Yo también me siento incómodo. Tengo el presentimiento de pronto
pareció acentuarse en él su aspecto extranjero de que algo se está prepa-
rando. El propio doctor Leidner no es el que era. Algo le inquieta.
¿La salud de su esposa?
Tal vez. Pero hay algo más. Hay... ¿cómo lo diría?... una especie de des-
asosiego.
Eso era cierto. Reinaba el desasosiego entre los componentes de la expedi-
ción. No hablamos más porque entonces se me acercó el doctor Leidner. Me
mostró la tumba de un niño que justamente acababa de ser descubierta.
Era una cosa patética; aquellos huesos de reducido tamaño, un par de pu-
cheros y unas pequeñas motitas que, según dijo el doctor Leidner, eran las
cuentas de un collar.
Los peones que trabajaban en las excavaciones me hicieron reír de buena
gana. Eran una colección de espantajos, vestidos con andrajosas túnicas y
con las cabezas envueltas en trapos, como si tuvieran jaqueca. De vez en
cuando, mientras iban de un lado a otro llevando cestos de tierra, empeza-
ban a cantar. Por lo menos, yo creo que cantaban, pues era una especie de
monótona cantinela que repetían infinidad de veces.
Me di cuenta de que la mayoría de ellos tenía los ojos en condiciones deplo-
rables; todos cubiertos de legañas. Uno o dos de aquellos hombres pare-
cían estar medio ciegos. Meditaba sobre cuán miserable era aquella gente,
cuando el doctor Leidner dijo:
Tenemos un excelente equipo de hombres, ¿verdad?
¡Qué mundo tan dispar es éste!, pensé y de qué forma tan diferente
pueden ver dos personas la misma cosa. Creo que no lo he expresado bien,
pero supongo que sabrán lo que quiero decir.
Al cabo de un rato, el doctor Leidner dijo que volvía a la casa para tomar
una taza de té. Le acompañé y durante el camino me fue explicando
algunas cosas de las que veíamos. Ahora que lo explicaba él, todo me
parecía diferente. Podía verlo todo tal como había sido, por decirlo así.
Las calles y las casas. Me enseñó un horno en que los asirios cocían el
pan y me dijo que, en la actualidad, los árabes utilizaban unos hornos
muy parecidos.
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Asesinato en Mesopotamia
Cuando entramos en la casa encontramos a la señora Leidner que ya se
había levantado. Tenía mucho mejor aspecto y no parecía tan delgada y
agotada. Nos trajeron el té al cabo de un momento, y entretanto, el doc-
tor Leidner le contó a su esposa lo que había ocurrido en las excavaciones
durante la mañana. Luego volvió al trabajo y la señora Leidner preguntó si
me gustaría ver algunos de los objetos que habían sido encontrados hasta
entonces. Le dije que sí, y me llevó hasta el almacén.
Había en él gran variedad de cosas esparcidas, la mayoría de las cuales, se-
gún me pareció, eran cacharros rotos; y también otros que habían sido re-
construidos pegando sus diferentes fragmentos. Pensé que todos aquellos
chismes hubieran estado mejor en el cubo de la basura.
¡Válgame Dios! exclamé . Es una lástima que estén tan rotos, ¿ver-
dad? ¿Vale la pena guardarlos?
La señora Leidner sonrió y dijo:
Que no la oiga Eric. Los pucheros es lo que más le interesa. Algunos de los
que ve aquí son los objetos más antiguos que tenemos. Tal vez tienen siete
mil años. Y me explicó cómo algunos de ellos se podían encontrar excavando
en las partes más profundas del montecillo, y cómo, millares de años antes,
habían sido rotos y reparados con betún, lo cual venía a demostrar que aún
entonces la gente tenía el mismo apego a sus cosas que en la actualidad.
Y ahora continuó le voy a enseñar algo mucho más interesante.
Alcanzó una caja de una estantería y me mostró una daga de oro, en cuya
empuñadura llevaba incrustadas unas gemas de color azul oscuro. Di un
grito de entusiasmo.
Sí, a todos les gusta el oro, excepto a mi marido.
¿Y por qué no le gusta el oro al doctor Leidner?
Más que nada, porque resulta caro. El obrero que encuentra uno de esos
objetos, cobra su peso en oro.
¡Dios mío! exclamé . ¿Por qué?
Es una costumbre. En primer lugar, evitar que roben. Si los peones roban
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