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nada inquietud.
Laure Hope se puso en pie de un salto.
Amigo mío dijo , usted es un brujo. Sí, tiene
usted razón, usted es un brujo. Del otro no he llegado
a recibir una sola línea. Y no tengo la menor idea de lo
que será de él, o dónde habrá ido a parar. Pero es de
él de quien tengo más miedo; es él quien se atraviesa
en mi camino; él quien me ha vuelto ya medio loca.
No, lo cierto es que ya me tiene loca del todo; porque
figúrese usted que me parece encontrármelo donde
estoy segura de que no puede estar, y creo oírle ha-
blar donde es de todo punto imposible que él esté
hablando
Bueno, querida amiga dijo alegremente el jo-
ven , aun cuando sea el mismo Satanás, desde el
momento en que usted le ha contado a alguien el caso,
su poder se disipa. Lo que más enloquece, criatura, es
estarse devanando los sesos a solas. Pero, dígame
¿dónde y cuándo le ha parecido a usted ver u oír a su
famoso bizco?
Sepa usted que he oído reírse a James Welkin
tan claramente como le oigo hablar a usted dijo la
muchacha con firmeza . ¡Y no había un alma! Por-
que yo estaba allí, afuera, en la esquina, y podía ver a
la vez las dos calles. Además, y aunque su risa era tan
extraña como su bizqueo, ya se me había olvidado su
risa. Y hacía como un año que ni siquiera pensaba en
él. Y lo curioso es que la primera carta de su rival
(verdad absoluta) me llegó un instante después.
Y ¿alguna vez ha hablado el espectro, o chillado
o hecho alguna cosa? preguntó Angus con interés.
Laure se estremeció, y después dijo tranquila-
mente:
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Sí. Precisamente cuando acabé de leer la segun-
da carta de Isidore Smythe, en que me anunciaba su
éxito, en ese mismo instante oí a Welkin decir: «Con
todo, no será él quien se la gane a usted». Tan claro
como si hubiera hablado aquí dentro de la habitación.
Es horrible: yo debo de estar loca.
Si usted estuviera loca realmente contestó el
joven , creería usted estar cuerda. Pero, en todo caso,
la historia de este caballero invisible me resulta un
tanto extravagante. Dos cabezas valen más que una
(y ahorrémonos alusiones a los demás órganos) y así,
si usted me permite que, en categoría de hombre ro-
busto y práctico, vuelva a traer la tarta de boda que
está en el escaparate...
Pero al decir esto se oyó en la calle un chirrido
metálico, y un motorcito, que traía una velocidad dia-
bólica, llegó disparado hasta la puerta de la pastele-
ría, y paró. Casi al mismo tiempo, un hombrecito con
un deslumbrante sombrero de copa saltó del motor y
entró con ruidosa impaciencia.
Angus, que hasta aquí había conservado una fácil
hilaridad, por razón de higiene interior, desahogó la
inquietud de su alma saliendo a grandes pasos hacia
la otra sala, al encuentro del recién venido. La sospe-
cha del enamorado joven quedó confirmada a prime-
ra vista. Aquel sujeto elegante, pero diminuto, con la
barbilla negra, insolentemente erguida, los ojos viva-
ces y penetrantes, los dedos finos y nerviosos, no podía
ser otro que el hombre a quien acababan de descri-
birle: Isidore Smythe, en suma, el hombre que hacía
muñecos con cáscara de plátano y cajas de fósforos;
Isidore Smythe, el hombre que hacía millones con
mayordomos metálicos que no se embriagan y cria-
das metálicas que no coquetean. Por un instante, los
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dos hombres, comprendiendo instintivamente el aire
de posesión con que cada uno de ellos estaba en aquel
sitio, permanecieron contemplándose con esa gene-
rosidad fría y extraña que es la esencia de la rivali-
dad.
Pero Mr. Smythe, sin hacer la menor alusión a los
motivos de antagonismo que podía haber entre am-
bos, dijo sencillamente, en una explosión:
¿Ha visto, Miss Hope, lo que hay en el escapa-
rate?
¿En el escaparate? preguntó Angus asombrado.
No hay tiempo de entrar en explicaciones dijo
con presteza el pequeño millonario . Aquí sucede
algo extraño, y hay que proceder a averiguarlo.
Señaló con su pulida caña al escaparate reciente-
mente saqueado por los preparativos nupciales de Mr.
Angus, y éste pudo ver con asombro una larga tira de
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